En 2025, el elefante en la habitación de la economía global es, sin duda, la deuda. Tanto la deuda pública como la privada han alcanzado niveles sin precedentes en muchos países, generando un intenso debate entre economistas y responsables políticos sobre si estamos ante un «mal necesario» que financia el crecimiento y las crisis, o una «bomba de relojería» que amenaza la estabilidad financiera a largo plazo.
El incremento de la deuda pública se ha acelerado drásticamente en la última década, impulsado por una serie de factores. Las respuestas a la crisis financiera de 2008 y, más recientemente, la pandemia de COVID-19, exigieron paquetes de estímulo fiscal masivos para sostener las economías. Además, el envejecimiento de la población en muchos países desarrollados presiona los sistemas de pensiones y salud, aumentando el gasto público. Por último, las inversiones necesarias en la transición energética y la digitalización requieren un gasto considerable que, a menudo, se financia con deuda. Gobiernos de economías avanzadas y emergentes están emitiendo bonos a un ritmo vertiginoso para cubrir estos gastos.
Paralelamente, la deuda privada, incluyendo la deuda corporativa y la de los hogares (especialmente hipotecaria), también ha crecido, aunque a ritmos diferentes en cada región. Las bajas tasas de interés de la última década incentivaron a empresas y consumidores a endeudarse, buscando oportunidades de crecimiento o mejoras en su calidad de vida.
El debate clave gira en torno a la sostenibilidad de esta deuda. Los optimistas argumentan que, mientras las tasas de interés se mantengan bajas y el crecimiento económico sea robusto, la deuda es manejable. Además, si la deuda se utiliza para financiar inversiones productivas (infraestructura, educación, tecnología), puede generar retornos que justifiquen el endeudamiento. Algunos economistas incluso sugieren que, con una inflación moderada, el valor real de la deuda disminuye con el tiempo.
Sin embargo, los pesimistas advierten sobre los riesgos significativos. Un aumento inesperado en las tasas de interés (como vimos recientemente, aunque de forma limitada) podría disparar el coste del servicio de la deuda, desviando recursos de inversiones productivas y ejerciendo presión sobre los presupuestos nacionales. Una desaceleración económica o una recesión también dificultarían el pago de la deuda, aumentando el riesgo de impagos y, potencialmente, desencadenando una crisis financiera. Además, los altos niveles de deuda pueden limitar la capacidad de los gobiernos para responder a futuras crisis, ya que tendrían menos margen fiscal.
En 2025, el reto para los responsables políticos es navegar este equilibrio delicado. Se discuten estrategias como la consolidación fiscal gradual, la priorización de inversiones productivas y la búsqueda de nuevos motores de crecimiento. La deuda global no es una solución mágica, ni una condena ineludible. Su gestión prudente y su uso estratégico determinarán si se convierte en un motor de prosperidad o en un ancla para las economías en las próximas décadas.